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La coronación de la Virgen de la Altagracia

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Por: Monseñor Jesús Castro Marte

La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equi­vocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sen­tido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «des­de los obispos hasta los últi­mos fieles laicos» presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres.” (LG 12).

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Esta doctrina del Concilio Vaticano II según la cual es en el pueblo de Dios en quien reside la enseñanza genuina de la fe, no como una expo­sición, sino como la vivencia de los contenidos o verdades de la fe que confiesa y testi­monia con una vida auténti­camente cristiana, se puede invocar para significar el al­cance histórico, cultural, ecle­siológico y pastoral de la de­voción a Nuestra Señora de la Altagracia. Un siglo de oro ha transcurrido desde aquel memorable 15 de agosto de 1922, cargado de gran signi­ficado en que, como pueblo creyente y como país devo­tamente católico, se recono­ce el legado espiritual y el pa­trimonio cultural del culto tributado a la Santísima Vir­gen María bajo el título de la Altagracia, marcado por una arraigada devoción a la Ma­dre de Dios y por una ardoro­sa piedad que es una expre­sión de la misma formación sociocultural de la dominica­nidad. La Coronación Canó­nica de la Altagracia fue jus­tamente el reconocimiento oficial de esa herencia religio­sa presente en la vida nacio­nal donde fueron elementos cruciales los valores y las ver­dades de la fe católica. Fue un momento en que la Igle­sia Dominicana experimentó una nueva oleada misionera para responder a dificultades relativas a la escasez del clero y a la limitación para llegar a un público más numeroso. La avidez y el coraje de muchos laicos, hombres y mujeres, con la fuerza de fe sencilla y con su apego a la devoción altagracia­na mantuvieron viva la vida eclesial.

El pueblo sencillo conservó y transmitió la fe cristiana, ha­ciendo de ella un símbolo de la identidad nacional, un lugar de encuentro y de formación para las familias, un legado elemental, una identidad re­ligiosa en la que todos se sen­tían abrazados y acogidos por la Madre de Dios.

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El reconocimiento del cul­to altagraciano en la vida na­cional es ya de por sí una car­ta de presentación válida para toda la Iglesia universal, dado el proceso de expansión que lo sitúa más allá de los contor­nos de la Isla Hispaniola, pues­to que también en la hermana República de Haití hay una só­lida devoción altagraciana.

Cien años después, al am­paro de la intercesión de la Vir­gen de la Altagracia, la Iglesia Dominicana ha experimenta­do un gran crecimiento y una decisiva renovación a nivel de sus estructuras, un proceso que tiene detrás diversos pro­gramas y proyectos de evan­gelización. Un fenómeno elo­cuente ha sido el paso desde una sola jurisdicción eclesiás­tica nacional, la Arquidióce­sis de Santo Domingo, a once diócesis territoriales y un Ordi­nariato militar que sirven pas­toralmente a la nación. El di­namismo incluye también el crecimiento de un clero nativo que da solidez a esas estructu­ras eclesiales.

Este desarrollo eclesial ha ido de la mano con la ade­cuación del país a nuevos en­foques en la concepción mo­derna del Estado en el que ha tomado auge el esfuerzo por construir un estado democrá­tico y de derecho garante de la vida y de la dignidad de las personas. Noches oscuras ha transitado también nuestro pueblo y nuestra Iglesia: dic­taduras, golpes de estado, las grietas de la Revolución de Abril, el furor de los 60s y 70s, los 80s y su explotación cultu­ral, llamada la década perdida de América Latina, la indefini­ción de los años 90s y la espe­ranza y temores que infundía el nuevo milenio.

En tiempos de oscuridad y de las grandes preocupaciones sociales del país, la invocación a la Protectora del pueblo do­minicano era una plegaria ma­sificada y natural, una oración confiada a la Virgen que siem­pre saca de apuros a sus hijos.

A la par con las colosales preocupaciones, vieron la luz grandes regalos del Señor pa­ra su pueblo como la Confe­rencia del Episcopado Domi­nicano y sus enseñanzas, el Concilio Vaticano II, Las Con­ferencias Generales del Epis­copado Latinoamericano y del Caribe, de las cuales se reali­zó la cuarta en 1992 en Santo Domingo en el contexto de los 500 Años de la Evangelización en América, el Concilio Ple­nario, los Planes Pastorales, el despertar de grupos y peque­ñas comunidades, los movi­mientos apostólicos, el vigor y compromiso de la vida religio­sa y los institutos seculares, etc. Junto con todo ello, la Iglesia se constituyó en un gran ba­luarte de la promoción social, la defensa de la dignidad hu­mana, la participación política en democracia y los grandes movimientos reivindicativos de la causa nacional.

Cien años han servido pa­ra ver el paso de Dios por es­te pueblo que día a día lucha por desarrollarse y vivir en un clima de respeto a la vida hu­mana, cuidado del medio am­biente, tolerancia hacia los que piensan diferente, una pujan­za económica integral, un sis­tema de justicia que aplique el derecho, un pueblo creyen­te que vive la unidad cristiana en la diversidad de comunida­des de fe y que promueve la li­bertad religiosa como garantía de una sociedad justa, abierta y solidaria.

Este acontecimiento del Centenario de la Coronación Canónica de La Altagracia es un testamento de cómo los grandes temas de la vida na­cional y eclesial no son ajenos a la experiencia de nuestra devoción mariana, marcada­mente altagraciana. Es cier­to, como afirma Mons. Pepén en su libro Donde Floreció el Naranjo: “La Virgen, en sí, no necesita joyas. Ella es la más grande y bella joya. Ella mis­ma es el más hermoso adorno de cielo y tierra. Lo que sí no se puede dejar de recordar es que para la Madre de Dios y Madre de los hombres, el mejor ador­no son sus propios hijos”. Ese es el compromiso de amor que como pueblo altagraciano de­bemos tener siempre presente.

Celebrar 100 años de Coro­nación Canónica de la Virgen de la Altagracia es una ocasión para renovar nuestro amor a María, a Jesucristo y a la Igle­sia, y para recordar a tantos hombres y mujeres de bien que sembraron la semilla de la evangelización.

¡100 años de fe y devoción! De luchas y alegrías, de caídas y levantadas.

100 años para soñar otros 100 años más llenos de espe­ranza y de confianza en el fu­turo que está en las manos de Dios. Que el Señor nos bendi­ga, nos sostenga y nos forta­lezca cada día y que tú, Madre Santísima, nos guíe en el cami­no de nuestra salvación hasta el final.

El Autor es Obispo  de Higüey

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