Durante ese tiempo se invita a los feligreses a reflexionar sobre el Vía Crucis, a tener un acercamiento con el sacramento de la confesión para estar preparados de cara con el acontecimiento de la Pasión de Jesús.
Por eso, hoy la Iglesia que peregrina en la fe y la Esperanza, vive y celebra el Misterio Pascual, sabiendo que la narración de los hechos que rodean la entrega de Cristo nos ubica, cada día, no en una cronología estricta sino en una clave de contemplación del corazón mismo del Señor que siente, sufre, ora, enseña y anuncia la grandeza de su ofrenda y va preparando su Sacrificio y su Exaltación.
Hoy, de la mano de la Palabra proclamada contemplemos, adoremos y celebremos, puesto que la Semana Santa es un momento para reflexionar sobre nuestra fe y nuestra relación con Dios.
La Pascua Judía tiene mucho de memorial agradecido, de fervorosa contemplación de una historia en la que cada paso está marcado por la evocación de los sucesos que dieron libertad al pueblo.
Había una convocatoria en la que la asamblea orante y la comunidad celebrante es reunida por quien hace de cabeza. El que preside la Pascua ha de marcar con la Sangre del Cordero las puertas del recinto: “…las dos jambas y el dintel de la casa”. En la Pascua de Jesús la sangre es la misma del Pontífice que celebra el convite con sus amigos, pero este ministro solemne es a la vez Siervo doliente, el que encarna en su vida el dolor de la traición. Hoy en el texto del Evangelio, interrumpiendo la narración de la Cena Pascual, nos hace saber que Jesús, estremecido, habla de algo triste: habla de la traición, de una conjura de enemigos que se confabulan para destruirlo, para hundirlo en la noche del dolor.
